El hombre se despertó y abrió los ojos. Lo primero que hizo fue mirar el techo, luego volvió los ojos al otro lado de la cama: su mujer dormía plácidamente. Faltaba una hora para que despertara e hiciera el desayuno de siempre, el que había hecho en esos 30 años de matrimonio: panquecas con tocino, queso y jamón, y un jugo de naranjas recién exprimidas. El hombre se levantó de la cama y suspiró con rabia.

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Mientras se cepillaba, pensó que por qué debía comer lo que le preparaba su esposa, si al final de cuentas, odiaba las panquecas y el tocino, y era él quien compraba la comida. Por qué debía tomar jugo, si tal vez solo se le antojaba un café o un chocolate, pensó el hombre llenándose de molestia. Entonces, como si hubiese tenido una gran idea, se dirigió a la cocina y encendió la luz: le daría una sorpresa a su esposa.

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Abrió la nevera y encontró harina. Tomó el paquete y lo echó completamente en un recipiente, luego le echó agua. No midió la cantidad, y la harina no fue suficiente. Un líquido espeso se deslizaba por sus dedos. Quería ser arepa, pero no podía hacer la masa. Luego intentó freír unos huevos y cayeron en el piso de la cocina, dejando un olor fuerte por todo el ambiente. Impotente, se agachó a limpiar y cuando lo hizo, sintió un dolor profundo en la espalda. De su pecho brotó un grito, tan fuerte, que su esposa se despertó inmediatamente. Corrió a la cocina y encontró el desastre:

_Quería darte una sorpresa, mi amor -dijo el hombre arrepentido.
_¡Pues me la diste, pero espero que no me des más sorpresas como esta! -dijo la mujer y se fue a la hornilla a hacer el desayuno de siempre.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS